Uno desembarca en Ciudad Juárez y la gente que te estima, al enterarse un poco a destiempo o por azar, te inquiere de inmediato qué diablos haces allá. Ese tono alarmista se agudiza sobre todo en los intercambios de los más cercanos que tengo viviendo justamente en el sur de los Estados Unidos. La ciudad más peligrosa del mundo, veo más las exclamaciones que los mensajes. Alguna vez lo fue Ciudad Juárez. Aléjate pronto lo más lejos de ahí, añaden.
Too late. He pedido norte a un paisa afuera del hotel, he subido en seguida a un camión que me pareció traído de otra época, medio horrible, y voy rumbo al centro histórico de la ciudad. Medio horrible, porque a lo largo del vehículo busco los inexistentes timbres en las zonas altas del corredor. Opera el grito pelón en los descensos, la pura oralidad. Resabios de una cultura nómada.
Hacía meses que no abordaba un avión, que no alistaba una estancia por corta que fuera. A las 6 de la mañana, en el Aeropuerto Internacional, semejaba la terminal del metro Pantitlán. Tanto en la ida como en la vuelta, a las 9 de la noche. No hay virus que no nos destruya o al que no nos adaptemos. ¿En qué momento le dimos la vuelta a todas las crisis del 2020 y parte del 21? El tradicional ecosistema de medios no habla, o habla poco, de la reactivación que está en marcha. Siempre nos orienta mal, siempre despliega las frecuencias de su voz en contra de todos nosotros.
Algunos hablan, desde que se estabilizó el nuevo virus, de la irrupción del posturismo. O del turismo virtual. O del turismo espacial. Yo no iba en calidad de turista, esa existencia un tanto ridícula con bermudas, gafas negras, sombrero y sandalias, pero es cierto que volví a sentir la descarga eléctrica que activan los viajes. Las emociones del desplazamiento. De nuevas conversaciones por empezar. De un territorio por descubrir. De incógnitas por resolver. Son ámbitos de la experiencia previa, archivadas, que por fin se descongelaron de algún modo.
Hubo una época en la que Juan Gabriel le cantó alegre a Ciudad Juárez. Cómo se divierten, cómo llevan la vida alegre, positiva, sin problemas. Lo que pasó es que desde que el divo le cantaba a Juárez, la ciudad fronteriza había sido la fiesta, de propios y extraños. Fiesta diurna y fiesta nocturna.
Cuando Pancho Arce, en nuestra conversación en el Kentucky Bar, se detuvo un poco en eso de en qué había quedado el pleito entre los Cárteles, decía que le bastaba comprender entre líneas la música banda en el repertorio musical de los bares. Como El Sinaloense, pero sin el Juan Ga en los altavoces. Antes del desenlace de esta guerra, la música era polifónica, no era la monocromática tambora y el culto obsceno a los sicarios o a los próximos muertos.
Desperdigados por los corredores del centro de la ciudad, los bares quedaron chamuscados por la Guerra del Narcotráfico. Son piezas fundidas de un museo urbano, fragmentos por donde pasaron los tentáculos de la muerte. Todos concuerdan en el año de ruptura. En el corazón de la guerra que desató el Calderón, a partir del 2010 Juárez se convirtió en un hoyo negro. Podías entrar, pero ¿y la huida? Año 2010, como en efecto sostiene la hipótesis general de esa maldita guerra, cuando el Cártel de Sinaloa compró el gobierno de Felipe Calderón.
Pancho Arce me cuenta después en la Feria de Juárez, un restaurante-bar muy colorido, con buena presencia, a unos metros de la garita al paso del Norte, que el gobierno de Estados Unidos sigue desalentando los viajes a Juárez. Este vecino frontal, a unos pasos de aquí, al que sólo acceden en auto los citizens y los residentes. Abro una pregunta obligada a esta ciudad fronteriza: ¿cómo resistieron el cierre total de los accesos legales? Sabemos, por otra parte, que ni el desierto, ni el gobierno de Estados Unidos, ni el nuevo virus, detienen el tráfico de armas, de personas o de drogas.
Para mi suerte, a la corta distancia, se fija un antes y un después de este contacto fugaz. Es como un banderazo de una sentida nueva época que se abre. Persiste la incertidumbre al salir, no lo niego. Las dudas o la incomodidad sobre los lugares cerrados: los restaurantes, los bares, los pasillos de avión, las salas de consulta, los pasillos de los camiones horribles. Sin embargo, necesitamos abordarlos, traspasarlos, salir a flote. El deseo de estar en tono con algo que siempre nos supera.