Cobra Kai es en su sentido más puro la concepción sobre la eficacia del puño, el performance del ataque rudo; pero su lectura es más amplia y polivalente. Desde luego, una interpretación evidente, que habita la superficie desde la película inaugural, es clara: el mundo real, allá fuera, en cualquiera de sus dimensiones o espacios, en cualquiera de sus temporalidades, te golpea primero, te golpea duro y sin piedad. ¿Cómo enfrentar un mundo diseñado de ese modo? Johnny Lawrence conoce el modo. Bajo aquellas reglas inflexibles, adiestrado en los comienzos por el desaforado John Kresse, Johnny Lawrence personifica la necesidad de devolver el golpe.

Cobra Kai no sólo es karate; es virus. En el despliegue de las recuperaciones contemporáneas del pasado y particularmente de los años ochentas, Cobra Kai es una que se ha hecho impredecible y viral. Hace años, nadie daba un céntimo conceptual por esa historia, que ni el remake del hijo de Will Smith y Jackie Chan pudieron reactivar. Lo viral puede o no respetar las reglas establecidas; pero tiende a ser dispersión y velocidad ultrasónica. La duración breve de los episodios de la nueva serie, la llegada próxima de una tercera temporada y quizá el rodaje de una cuarta, son cualidades justamente de lo viral. Dispersión y velocidad ultrasónica.

Pero hablemos en serio. Cobra Kai es memoria. Maravillosos, lejanos, asquerosos, los años 80. Porque en algún punto a debate de aquellos años anidó el golpe duro, la crisis, en la que seguimos dentro. ¿Qué nos convence más? La pérdida de la capacidad adquisitiva, el endeudamiento, la crisis del sentido, los servicios venidos a menos o privatizados. El terremoto epocal de las 7 de la mañana con 19 minutos, las réplicas en cualquier instante en esta ciudad de México y los efectos psicológicos que persisten. El fraude electoral del 88 que nos robó veinte, veinticinco o treinta años de vida pública. La furia incontenible del mercado, de todos los mercados, y la norteamericanización de nuestra vida o la bancarrota del Estado. El arribo de Salinas de Gortari y de todos los otros, como él, mutatis mutandis, que vinieron después. Golpes duros. Crisis. Muchos de ustedes, nosotros, venimos de ahí. El horizonte, la crisis, de la que no hemos podido salir.

Cobra Kai es melancolía. Sentimiento inconfundible, difuso o denso, pero en algún lugar, vivo, real, frente a una pérdida. La batalla, inevitablemente desigual, frente al paso corrosivo del tiempo. Fuimos algo que ya no recordamos del todo, algo que estuvo ahí, en algún momento, que muchas veces no nos interesa reformular, repensar, volver a él. Lo dejamos pasar, nos volvemos insensibles, como ciegos. Pero pistas dispersas, tangibles o inmateriales, sonoras o visuales, nos posibilitan reconstruir, o imaginar, aquel mundo extraviado, que en muchos sentidos subsiste debajo de los escombros. La patada ilegal de Daniel Larusso forma parte de ese mosaico de imágenes remotas que creíamos desvanecidas y, al presenciarla ahora nuevamente, la reconocemos como parte de un golpe mucho más vasto: la salida sin saberlo, poco a poco, de una época junto con su estética, sus ritmos, los excesos del pianito eléctrico, y el paulatino montaje de otro mundo, extraño, que en tándem o traslapados, ambos, nos han hecho escurrir sangre y tocar la duela, más de una vez, donde se libran los combates.

Cobra Kai es futuro. La noción de juego y sus contornos, lo que va de implícito en los combates. La lógica del juego, las recompensas y los castigos, la competencia, los golpes bajos, las batallas callejeras. Esta noción del juego como una plataforma atractiva parar descifrar lo que se invierte, lo que se arriesga en todas las acciones, personales como colectivas, así como en todos los tipos de pensamiento.

Siempre hacemos frente a un obstáculo, a un enemigo. ¿Quién es el enemigo?, interrogante de primer orden. Hay quienes, un poco ñoños o pussies, sostienen que el enemigo de hoy, en México, es el autoritarismo o el comunismo o el anti-intelectualismo. Hay otros enemigos que me gustan más: la desesperanza, la cobardía, el temor a equivocarse. Frente al potencial enemigo, o somos rudos, gandallasbadasses, o somos técnicos, comprensivos, técnico-comprensivos. A la manera de ese precepto spinoziano: “no lamentar, no reír, no detestar, sino comprender”. Pero el ser impuro o puro en los combates, la dicotomía del origen de la nueva serie, la película Karate Kid, es una oposición insatisfactoria, irreal, maniquea; tanto lo es, que Cobra Kai explora el lado humano de Johny Lawrence y el lado oscuro, ortodoxo, digamos también burgués, de Daniel Larusso. Lo cierto es que nadie puede comportarse totalmente rudo o técnico-comprensivo frente algo realmente crucial y decisivo. En el amor, por ejemplo, en la amistad o en los negocios.

Cobra Kai es también conversación y tensión. Conversación y tensión entre la memoria y el futuro. Lo conocido y lo venidero; los que mantienen el concepto y los que lo tergiversan o lo revolucionan; los chavorucos, les dicen, y los imberbes; los ochentas extintos y el mundo actual; la generación X y la generación Centenialls, o como la llamen. Y, aunque el nuevo virus nos ha enseñado que detenerse en el futuro no tiene mucho sentido, la cosmovisión explosiva de la serie, al menos en algún momento preciso, seguirá siendo válida para los nuestros y para los días futuros: golpea primero, golpea duro y sin piedad.