Están a punto de liquidar este lugar donde vivo.

Cuando el avalúo final lo firme el juez, dice el abogado, los agentes de la especulación inmobiliaria no tardarán ni horas en ficharlo. Arrasarán con él, pienso, y lo convertirán en algo ajeno y extraño. 10 o 15 millones. O más. Algún miembro del clan vino entusiasmado el otro día y dijo que quizá se valúe hasta en 20 melones. Allí en la cocina, desparpajado, sorbiendo la taza de café, al Pecas le brillaba el signo de pesos por el cristal de sus ojos. Es el valor de la zona, añadió, que a menudo comparan a ciertos corredores de la Benito Juárez con ciudades europeas.

Se agotó el tiempo de un amparo de un juicio mal encauzado y no tardará en llegar el día en que nos obligarán a salir y a abandonar. Me lo imagino bajo la lluvia, guarecidos debajo de un techo insignificante, con las maletas y los menjurjes, los muebles y las cajas apilados en la calle, aguardando una camioneta horrible. El final de una batalla legal, una disputa también en el alma, por la apropiación de una herencia.

Una serie de casas diminutas que se alzaron hace décadas sobre el cacho de tierra que el padre de mi abuela compró y heredó a su descendencia en partes iguales. Es injusto nombrarles cuartuchos, como a menudo los refiere uno de los hermanos de mi abuela; aquel carnal que conspiró, decimos nosotros, organizó el ataque y ganó el pleito y no tardará, creemos que piensa, en forrarse de billetes los bolsillos. Una herencia que ahora le arrebatan sus hermanos, dice mi abuela, y dice bien, con sus ojos fijos en la nada, como buscando algo impreciso en la maraña de sus recuerdos.

Un tal Luis Amador Romero, su padre.

Desde luego yo no lo conocí. La familia de mi madre habla poco de él. En realidad, la familia de mi madre esconde las palabras. Muchas veces pienso que hay que arrancar por la fuerza lo que trae adentro esta familia, abrirles el pecho y unir las piezas desperdigadas de un rompecabezas. Alrededor de la palapa del jardín, hallar los momentos precisos de los domingos para relatar sucesos, escarbar en los fragmentos que comparten de la memoria familiar y tejer el hilo fino entre el pasado y nuestro presente. Armar algunas hipótesis sobre los hechos decisivos. Los miembros de esta familia, la mía, la materna, habla estrictamente lo necesario y quizá conversa poco sobre su pasado porque, a la manera de una ley universal, un dolor renace, lo habita y lo deforma.

Con la lectura frecuente de los legajos legales, leí muchas veces el nombre del (bis) abuelo. Hay una pintura de los padres de mi abuela colgada en la casa de la abuela. Es un cuadro anclado de un dibujo retocado con base en una fotografía vieja. Él va trajeado, seguro de sí mismo y abultado ligeramente de los cachetes. Semeja a uno de mis tíos más cercanos, al tío Guicho, el gordo faitelson entre los más cercanos, nuestro infalible doctor de cabecera, que en paz descanse. Pero el aire es vago. Al lado Antonia Guadalupe Chávez. Es el nombre de la mamá de mi abuela que le heredó en parte a la mía. Guadalupe Nieves. En el retrato luce ella sencilla, pero estoica, de tez morena y tiene una mirada que no logro descifrar aún. Entre los más íntimos hemos transformado el Guadalupe en Pipis. Más radical aún, he hecho de Guadalupe un Pipistronik, que suena a una variante ruda del género punk. Parece una tomada de pelo la transformación del Guadalupe Chávez a mi Pipistronik.

Antes bien, los rasgos más decisivos de la madre de mi abuela los heredó a su descendencia. Mi madre, mi abuela y mis dos tías: Teresita del Sagrado Corazón de Jesús y María Graciela Nieves. Criada en un convento de monjitas, dicen que Antonia Chávez sabía tocar el piano, no contaba con ningún pariente alguno, era callada y ultra religiosa, hogareña, quizá tímida y atendía microscópicamente su casa. Como mi abuela, quien recibió y heredó también el silencio en la conversación, particularmente con los que no frecuenta.

Cuentan que la familia había llegado de un viaje de Veracruz. Una fuerza interna, sofocante, anidada en el pecho, la llevó a Antonia Chávez a limpiar los vidrios de la cocina, que salía al corredor exterior que conduce al cuarto de lavado. Tallaba el cristal de igual modo como el joyero un diamante. Se esforzó en alcanzar el ángulo más difuso y perdió el centro de los pies. En un instante cayó de espaldas, se desangró (quizá porque estaba en encargo) y murió al día siguiente. La muerte por obsesión, pienso, de la limpieza maniática de los ángulos inalcanzables. Una suerte de maldición que se filtró pese a todo y de la que no pudimos escapar muchos de nosotros. Una muerte que no recordamos, o no queremos recordar, en la intimidad de la cocina de la casita de la abuela. Contaba con 12 años limpios cuando trastabilló su madre y, de inmediato, mi abuela se convirtió en la madre sustituta de sus cinco hermanos, una niña y tres varones. Fue cuando el hermano menor, orejón y el más feo de todos, el canallita que echó a andar la revuelta por la herencia, comenzó a llamarle mamá, detalle que mi abuela repudiaba con fervor o con pena.

El padre de mi abuela no tardó en volver a arrejuntarse y trajo pronto a otra criatura. Fue suerte que le notificaran una mañana que su nueva mujer trataba como sirvienta a mi abuela. Salió de casa al trabajo y regresó de inmediato y, en efecto, a las 5:45 am, mi abuela de 12 o de 13 fregaba la ropa ajena en la zona de los lavabos. Encabronado, por decir lo menos, Luis Amador Romero finiquitó la nueva asociación marital y mi abuela pasó de pilón al cuidado también del escuinclito caguengue. Madre sustituta otra vez.

Le decían al (bis) abuelo el fémur, me lo contó una vez mi abuela, temerosa un poco de faltarle a la memoria. Le apodaban así en la Lagunilla, cuando atendía un puesto de juguetes y sobrevivió el sobrenombre en la época del puesto de refacciones, cuando alquiló después un lugarcito en el extinto mercado El Volador. Un hombre delgado, alto, recuerda ella, con la piel morenita pegada en los huesos. Había adquirido ese terreno sobre la calle Canarias con las ganancias de a poco, ahorritos de años, que recibía con la venta de accesorios para las tuberías. Piezas de cobre para las instalaciones de las cocinas, los baños y los trasiegos de los patios. Un pequeño oficio que alcanzó para hacerse de un pedacito, de un lugar, de una casita. El punto inaugural de mi familia materna.

Salgo al vecindario, me alejo de Canarias, cruzo el Eje Central y entre las calles, de pronto, perdido, me asalta bajo la noche la idea que van a borrarlo del mapa. Parece mentira, pero hace apenas unos años Portales fue el lugar de alumbramiento de Mateo. No fue en un hospital, Mateito nació en la casa de la abuela. Nos hemos referido siempre a la casa de la abuela como Portales. ¿Vas a ir el domingo a Portales? ¿Quién va estar en Portales? Años y años repitiendo estas interrogantes en reuniones, conversaciones y fiestas, en bautizos y confirmaciones, en quinceaños y bodas, en comidas y cenas. Otrora robusto, lleno de vitalidad, un ritual que se apaga.

Aún por investigar y rescatarlo, hubo un pasado que se desmaterializará con la venta inevitable de Portales. Los pliegues más viejos de nuestra memoria se quedarán sin punto fijo en el espacio. Portales desaparecerá, es un hecho triste (por decir lo menos), pero quedaremos nosotros.

Costanza Revista Literaria, Barcelona, número 6, diciembre, 2019.
Se suelen escribir cartas a seres queridos; rara vez se envían misivas a lugares que uno siente muy propios, tanto más si están a punto de extinguirse. Una literatura estrictamente material, digamos, alzada a partir de entrañables puntos en el espacio.