En el crepúsculo de 1913 Luigi Lucheni hundía la daga en el tórax de la emperatriz de los Habsburgo. Francisco José alcanzó a balbucear su nombre cuando el cuerpo agonizante caía hacia el polvo. Durante el interrogatorio Lucheni se confesó anarquista individual. Quien no trabaja, decía, no come. Yo puedo asesinar a una emperatriz —dijo impávido— pero no a una lavandera. Años más tarde fue amnistiado. Esa noche fue su última noche. Se arrojó el cuerpo al vacío de la celda con un cinturón de seda anillado al cuello.