QUIZÁ LO MÁS PERSONAL ES LO MÁS VERDADERO.

Porque es difícil resistir a la ilusión que la vida íntima posee una verdad irrefutable.

Yo nací en 1981, febrero, cuando mis padres rondaban la treintena de años.
Fui el segundo y el último.

Escribe Virgina Wolff que los padres no son como realmente eran sino como los contamos. Fueron mis padres los delfines de sus familias, de miembros numerosos y venidos de menos a más y encaminados en la adolescencia al trabajo. En el tránsito de su temprana juventud se convirtieron en los brazos fuertes de sus propios padres.

Cuando nací mi padre se desempeñaba en una empresa de seguros y mi madre como enfermera en la clínica 10 del Seguro Social. Si descuento lo que hubo con anterioridad, la duración de ambos en sus empleos fue de más 25 años. Mi madre con más facilidad que mi padre, ambos alcanzaron la pensión, un derecho de resguardo social. Un derecho que les ha proveído hasta ahora estabilidad, confianza, capacidad de consumo, respiro.

Hasta antes de matricularme en la universidad nacional y la huelga que la sacudió en 1999, cuando, digamos, abrí por primera vez los ojos, no encuentro en la memoria una conversación política en casa.

Quiero pensar que no fue la falta de interés. Quiero suponer que no había manera de entender o pasearse con deseosa curiosidad o exaltación lo que ocurría allá afuera. Como si lo que pasó entre nosotros, fuese exclusivamente nuestro y de nadie más. Eres bueno en esto o no lo eres y san se acabó. Los vínculos con el mundo realmente existente consistían en la asistencia diaria a los trabajos y en las aulas escolares, la visita a las casas de los familiares y las amistades. Un círculo que no expandía su radio de influencia.

Había en casa una biblioteca rudimentaria, alimentada por los libros escolares y enciclopedias, no contábamos con la suscripción de ningún periódico y, en la bruma del recuerdo, veo a mi madre en el sofá de la sala con un voluminoso libro negro entre las manos. Era el Azteca que circuló entre las manos de mi familia paterna.

Los aleccionamientos y las voces complementarias de la casa provenían del rincón donde se hallaba la televisión nacional y yo pasé horas y horas en las consolas de videojuegos. Aunque en su momento fueron puestos de bajo perfil, muy jóvenes, mis padres tuvieron acceso y contacto con el mundillo laboral.

Su falta de estudios profesionales no les impidió posicionarse como mejor pudieron en sus empleos. La profesionalización de ambos fue la experiencia. No pudieron, o no quisieron, matricularse en los estudios superiores. No cayó sobre ellos la lápida de esta clase de exigencias.

Se casaron alrededor de los 23 años y su fe católica, venida a menos con el paso del tiempo, alzó la moral de la familia que crearon.

Quizá a ciegas, pero sí en carne propia, presenciaron el giro de época que se dio en los años de 1980, pero la hostilidad de la nueva no los golpeó a ellos realmente.

Dudo.

A mi padre sí.

La renuncia antes de la jubilación le ocasionó un impasse de muchos años. Por fortuna recibieron ambos el pase de salida. Su mundo es uno que ha desaparecido o está en ruinas, pequeños islotes aquí y allá. Matrimonio joven, fe católica, hijos, televisión en casa, capacidad de consumo, empleos duraderos y un margen aceptable de estabilidad con el retiro. La mayoría de estas experiencias yo no las conozco y, según dicen los que saben, ni las voy a conocer.

¿Era el de mis viejos el mejor mundo de los posibles, como gustaba Leibniz recurrir a aquella frase?

¿Quién es el culpable?