Publicado originalmente en la revista Blanco Móvil
A principios de abril, me dijo, una generación entera se despertó un buen día con la noticia sobre los cambios ineludibles. El aumento de cuotas.
Hubo quienes se entusiasmaron fenómeno con la llamada reforma. Aludieron que algo tan relumbrante como los estudios universitarios no podían responder sino a los pagos obligatorios. Pequeño-burgueses, dijo, entre sus filas.
En los bordes del estallido la defensa se alzó resoluta: educación pública y gratuita. Un principio supraindividual, dijo, con el que concluía un siglo y se inauguraba otro. Bajo el unánime cielo plomizo, habrá sido la del 20 o la del 19 de abril la mañana en que se votó la huelga estudiantil.
Una generación completa fue testigo. Otto y las chicas del clown gang. Mónica Islas y Patricia Sabina. Y Marlen Nieves Guzmán, la reina entre las reinas. Pelirroja, de rutilantes ojos claros, monumental. Miguel Santibáñez y el retacón, holgazán y buen tipo, al que le apodaban el juancho. El floyd, muchacho esmirriado que sólo entendía sobre la poética del Control Machete, quien desayunaba cerveza tibia antes de las clases.
Tras la eclosión de la última huelga del siglo veinte, me dijo, la vida de miles de estudiantes la sacudió los halos de la incertidumbre. Las salas de estudio y los laboratorios dejaron de serlo para camuflarse en cuarteles improvisados de discusión política. Los pasillos del inmueble fueron invadidos rápidamente por voces encolerizadas y tipos alucinados que los serpenteaban a punta de consignas.
A la manera de un torbellino voraz, la huelga convulsionó el periférico de la ciudad e invadió las nueve líneas del Sistema Colectivo Metro. Ecos del 68, leyó, me dijo, cabeceó la prensa.
¿Quién podía mirar más allá de sus narizotas? ¿Quién entendió a primer vistazo la profundidad de las causas? ¿Quién vaticinó lo que iba a desatarse? Pero la matrícula general se escabulló de los planteles cuando los efectos inmediatos de la huelga estudiantil les explotaron verdaderamente a todos. Quienes soportaron los vituperios y el escándalo se transformaron súbitamente en lectores críticos del mundo. Fueron quienes convirtieron las paredes grises de los corredores en mamparas y rutas clandestinas de operación. Esos primeros días festivos que el spoken, lívido y alucinante, me dijo, bautizó como el rojo y la noche.
¿Quién imaginó, interpeló una tarde el spoken, que la huelga se alargaría lo que tardó en fecundarse el vientre y luego parir el chilpayate de la reina entre las reinas de la preparatoria 4? A la tarde del alzamiento de las mantas y las banderas rojinegras, la pelirroja Marlen Nieves Guzmán, en efecto, me dijo, a 1.5 kilómetros de la preparatoria sobre Avenida Observatorio y calle 11, trepaba y arañaba y se contorneaba como gatita en celo en la cama del motel.
Nadie pudo contarlos. Pero tras cuatro meses de huelga en el plantel, no existía ya sino una veintena de muchachos.
A la manera de un introvertido que se adentra de golpe a un carnaval de locos, Lorenz, me dijo, descubrió a los huelguistas de la preparatoria 4 y lo inspeccionaron con permanente suspicacia. Los espías le dijeron, me dijo, se enrolan quirúrgicos, extremosos, sin peligro.
Lorenz era tímido, pero no era un espía. Había perdido meses enteros en los barrios del norte de la ciudad. Salvo el spoken y Julieta, una chica sencilla y un poco extravagante de familia comunista, especie en extinción, ninguno de sus contemporáneos actuaba en ese inmueble entre las sombras. Después de una penosa ausencia, lo comprobó cuando quiso regresar a la preparatoria cuyos nuevos motores estaban en marcha.
Al adentrar al inmueble, me dijo, Lorenz constató huelguistas ya curtidos. Efectuaban guardias de vigilancia por la noche porque hubo permanentes intentos de arrebatarles el plantel. Financiados por el Partido Institucional, se decía, me dijo, y excusados bajo las aspiraciones de los pequeño-burgueses sobre la importancia de los cursos y las profesiones, hubo frecuentemente tipos al acecho.
¿Cómo se podía estudiar, se decía a menudo entre los que vivían al interior de esos ladrillos, me dijo, en condiciones lamentables y bajo un reglamento elitista de pagos?
De este modo convocaban a reuniones regulares para resolver menesteres domésticos y de vigilancia, de provisiones y de alegatos tipo comité. Aseaban las aulas y barrían las faldas de las entradas. Cocinaban a menudo huevitos con frijoles y sopas instantáneas. De vez en vez recibían de padres de familia víveres y sobrecitos de café soluble. Organizaban la propaganda con una impresora de la Secretaría de Servicios Escolares y planeaban la distribución de los días en la bodega de pinturas y de mantas o en los salones de botes y de utensilios reciclados.
Marchaban y componían consignas. Leían Cuadernos Pasado y Presente y el rostro del che les sonreía desde las paredes de cocina que alguna vez fue la dirección general. Resguardaban el inmueble, me decía, y enmendaban los cartelones de las movilizaciones. Gritaban rabiosos tras su paso corrosivo por las calles y pegaban los carteles en las inmediaciones de la preparatoria 4 y a lo largo de la avenida Observatorio o en los accesos colindantes al metro Tacubaya.
Lorenz no comprendía del todo los contornos de la huelga. Nunca se ufanó de ser inteligente y no lo era. Con todo y el descreimiento o las imposibilidades, Lorenz, me dijo, se enroló con los huelguistas porque buscaba una salida. Quizá seguía una corazonada. Quizá una oportunidad para probarse. No lo sabía con precisión. Si no deseaba desprestigiarse como espía, empero, me dijo, estaba obligado a actuar conforme actuaban ellos. Es indudable que el spoken precisaba al menos de un aliado porque lo habían injuriado encarecidamente. Fue clasificado por la élite huelguística de la preparatoria 4 como el ocioso más puro nunca antes visto en ninguna huelga hecha. Lo meditó largo rato, tres segundos, y dio espaldarazo a Lorenz cuando se edificaban sobre él la hipótesis de la conspiración.
No tardó el día de agosto en acceder y salir del plantel sin ser visto por los otros como un activo encubierto del enemigo. Secundó al spoken en tareas que el spoken mismo se había exculpado impune: recolectar dinero los días jueves o los viernes y hacer guardia la noche de los lunes y administrar la cocina dos miércoles al mes.
En las largas horas muertas del otoño, me dijo, el spoken espulgaba microscópicamente las ristras y removía los cocos blancos de la hierba. Humedecía el papelito con la puntilla de la lengua y lo extendía sobre el piso. Distendía la yesca a lo largo y ancho del pliego y lo apretaba, enrollándolo, mediante cuatro movimientos precisos. Prendía el fósforo y jalaba duro al primer contacto. Chupaba el sabor arroz y con las fauces de humo el spoken le conversaba a Lorenz sobre Mumia Abul-Jamal. Diciembre es enigmático, Lorenz. Yo nací la madrugada del 9 y el Jamal la noche del 9 ¿eh? Yo del 81 y él del 61. ¿Sí guachas la conexión? 20 años. Los veinte que traigo en la bolsa. Jamal era independiente, Lorenz, periodista sobre la refriega de los afros, los de su extirpe y se ganaba plata extra de chafirete nocturno. Lorenz lo atendía calmo, me dijo, y el spoken lo miraba con sus ojos de búho hundidos en la niebla roja.
Hablaba a pausas, rasgaba las secuelas de la memoria en busca de la secuencia precisa de los acontecimientos.
Hacia las cuatro de la mañana del día 9, Lorenz, del 81, contaba el spoken, cuando mi jefa me daba luz verde en la clínica de los Venados, Jamal terminaba de dar un servicio en el centro de Filadelfia. Conducía despacio, la radio iba encendida y estaba agotado. Quizá por la mañana hubo redactado un alegato incendiario sobre los derechos de los sin techo, firmado por el comité nacional de las Panteras Negras. Al conducir de vuelta a casa, Lorenz, escuchó disparos y estacionó la lancha en el cruce de Locus Street y la treceava. Se percató que un policía, D. Faulkner, le estaba propinando una tunda a un muchacho. Era una paliza a su carnal, Lorenz, ya inmovilizado por un balazo. Según el fiscal que lo puso preso a Jamal, al abandonar el vehículo portaba una pistola calibre 38. Se dirigió directo al policía y disparó hacia la espalda. Faulkner cayó al suelo y Jamal fue herido también cuando Faulkner lo hizo retroceder. Trastocado, Jamal se le acercó y se le postró a la altura de los hombros que escurrían sangre. Ahí Lorenz, me dijo, según el fiscal, Jamal le detonó cuatro veces continuas y el segundo o el tercer impacto se introdujo en el punto intermedio de los ojos. Y está encarcelado Jamal porque se ha negado a declarar durante todo este tiempo lo que ocurrió aquella noche. Un jurado integrado de hombres blancos pasó limpia la versión sin testigos y Jamal, Lorenz, me dijo, espera la inyección letal.
No tardó Ana Estévez, me dijo en seguida, en colarse al interior del cuarto de pinturas. Alzaba las cejas cada tanto cuando el spoken se distendía sobre Mumia Abul-Jamal. Lorenz, por su parte, me dijo, descubrió a Estévez cuando traía algunos víveres y poseía la facultad de atraerlo mucho. El color grisáceo de los ojos y la precisión al exponerse la envolvía a Estévez en un halo de oscuridad brillante.
Con Estévez en la visión global de campo Lorenz vislumbró la posibilidad de estar confiado y, sin comprenderla del todo, invirtió la fe en los propósitos de la huelga estudiantil. La mañana del sábado 11, me dijo, era fría y una nueva marcha estaba prevista del Museo de El Chopo, en el barrio de Tlatelolco, hacia la Embajada de Estados Unidos. La Huelga General preveía 8 kilómetros de asfalto, vituperio y carnaval. Avanzaba, empero, me dijo, una movilización cuyo evidente cansancio se mostraba en la ausencia de aplomo con el que llegaron a agitarse las banderas rojinegras en abril o en agosto.
Viento crudo y ciudad capital de tonos grises. Aire gélido envuelto con los gases de los automotores. Asistieron miembros del CCH Sur y de la preparatoria 3. De la Facultad de Química y de la FES Aragón. De Acatlán y de la Facultad de Ciencias. Aunque faltaban por lo menos tres cuartos de los adherentes regulares, me dijo, la marcha arrancaba pobre.
¡Huelga!, ¡huelga!, no dejes de avanzar, no dejes de existir.
Jovencillo de estatura corta y cabeza hirsuta, el perro estiraba la manta de un extremo y Lorenz del otro. Desparpajados, ambos sostenían el paño de la identidad. Detrás de la manta maltrecha donde se leía Prepa 4, se desplazaban el muerto y Julieta, el mandril y Quetzalli, el abraxas y el shocks, el spoken y Emmanuel, el pro y el mibe, Judit y Pamanes, el moreno y el fin.
Educación, primero, al hijo del obrero. Educación, después, al hijo del burgués.
Los peatones de la ciudad miraban incrédulos el paso. El grueso de todos ellos era apático, pero algunos sonreían desde las aceras o repetían la consigna que ya se entonaba otra vez.
¡Y aplaudan, aplaudan, no dejen de aplaudir, que el pinche gobierno se tiene que morir!
La marcha giró hacia el Paseo de la Reforma y el cielo cerrado ensombrecía el inicio de la tarde.
Un portavoz de la Facultad de Ciencias Políticas alistó el micrófono, prendió el botón de la bocina e inauguró el mitin frente al 305 sobre Reforma.
Compañeros —y se aclaró la voz—, hemos salido nuevamente a las calles en defensa de un derecho fundamental.
En los umbrales de la embajada fue inusitado el grosor del cuerpo antimotines que resguardaba el complejo diplomático. Procedía del metro y al incorporarse, me dijo, Estévez se asombró de la desproporción. Las máscaras protectoras, observó Estévez, me dijo, no les matizaban el temblor de los dientes que les provocaban las anfetas. Celosías de fierro y perros anti-bombas eran las protecciones adicionales del edificio internacional.
El vocero tejía el argumento central mientras varios huelguistas distendían las piernas sobre la línea horizontal de los toletes. Algunos escalaban las rejas de seguridad y otros arrojaban salivazos. Bien guarecidos detrás de aquellos polímeros, las macanas de los antimotines arremetían con denuedo sobre las manos que trepaban por entre los intersticios de las vallas. Un encono in crescendo era el lenguaje de los bandos. Otro grupúsculo de huelguistas recolectaba escombros de las marquesinas aledañas y otros extraían de las mochilas objetos pirotécnicos. Estévez aguardaba y miraba con recelo cómo los antimotines eran nutridos por más miembros desde alguna parte. No tardó en recelarse Estévez con el precario mitin de huelguistas encolerizados que, junto con el portavoz, volvían a injuriar o a componer consignas. Estévez se enfureció más aún con el spoken que comenzó a olvidarse de la cabeza y a calentarse demasiado de las manos. Fue quien arrojó primero, con ahínco, piedritas que se dirigían hacia los vidrios.
¡Liberen al Jamal pinches gringos putos!
Bramaba afónico en cada lanzamiento. Lo secundaba el perro al tirar también al blanco. Ningún lanzamiento alcanzaba los paneles polarizados y más bien caían muy descompuestos en los toldos de los autos y en los jardines de la entrada.
Nos faltan huevos, carajo, le decía el perro avergonzado.
Un ruido estruendoso se alzó en el aire y se timbraron silbidos o pitazos. El rompimiento de las filas se dio a la izquierda del portavoz cuando conectaba argumentativamente la huelga estudiantil con el encarcelamiento de Mumia Abul-Jamal.
El despliegue policiaco no debió sorprender a ninguno y el mitin se fragmentó en instantes. La consigna era simple: escapar lo más pronto posible. Los brazos y las piernas devinieron escudos o la puerta de emergencia. A diestra y siniestra los céreos policías descargaron sobre huelguistas y transeúntes, indistintos, el peso pospuesto de la furia.
Hinchas de ninguna ley y los excesos. El pulso del instante. Orillados por la desbandada, el mandril y el perro, el abraxas y el spoken corrieron al azar hacia Insurgentes, pero doblaron a la izquierda, internándose al barrio que conducía a las bocas del metro más cercano. Se encontraron de inmediato con un batallón policial y la salida corta se les esfumó a todos. En la hecatombe, me dijo, Lorenz entrevió la nueva horda de antimotines que se le plantó en frente y le achicó la escapatoria. Perdido, en la primera bocacalle, se incorporó al contingente en el que ya el spoken corría telúrico.
En los tabiques o en las costillas, en el vientre o en las espinillas se hundían macizo los macanazos. Al suelo uno, cuatro y ocho huelguistas sin suerte. La refriega alcanzó los 500 metros a la redonda y 98 fueron los detenidos. La supo, empero, me dijo, librar Estévez.
Los apretujaron en vehículos de policía. Un insidioso tufo fluctuaba al interior de la patrulla donde iban Lorenz y el spoken y otros dos del CCH Sur. Lorenz se removía la sangre de la nariz y el spoken sintió las piernas molidas. El vehículo tomó salida hacia las afueras de la ciudad y circulaba sin rumbo fijo.
Caía la noche e iniciaron los vaticinios. Después los sacaron de los cabellos, los esposaron en seguida y los dirigieron a punta de patadas hacia un camión blindado, estacionado en un descampado. El árido lugar olía a carne descompuesta. El destino, se murmuraba, era el Reclusorio N.
¿Adónde sino a ese subterráneo?
Los alinearon con el resto y los encaminaron esposados al autobús de granaderos. Les ordenaron ponerse de rodillas y veían cabizbajos la lámina del piso. Cortaban cartucho y la boca de las armas rozaba a menudo las espaldas o la molleja de las nucas. Simularon, me dijo, con el spoken y el mandril.
La brisa de la noche corría por los accesos abiertos del autobús y titilaban de frío. El de granaderos atravesó vertiginoso una distancia considerable y los huelguistas escuchaban los murmullos de la radio policial.
Así como los treparon, los sacaron.
Al descenderlos, los acomodaron en una fila india y los replegaron a lo largo de un paredón. Los separaron o los clasificaron. Los mezclaron o los confundieron. En férreo tutelaje, uno a uno, pisaron los distintos accesos de la prisión. Una compuerta se abrió, me dijo, y Lorenz fue llevado por un largo pasillo hasta una puerta amplia pero cerrada. Escuchó órdenes precisas por el ruido de los walkie-talkie.
En espera del 7, cambio.
Avanzó después por un corredor interno. Caminó sobre charcos y orines. Traspasó una reja corrediza, siguió la orden de avanzar y luego lo condujeron por una crujía bajo tierra. Tras el ínter, que fue sucinto, me dijo, le dijeron que habían dado aviso de la carne fresca que iba a entrar y supo Lorenz por primera vez del Hombre del Pintalabios Rosa. Arribó a la última frontera y le ordenaron despojarse del cinturón, de las agujetas y de los accesorios del cuerpo. Lo auscultó un custodio y otro agente lo trasladó hacia un patio relativamente amplio. Era la última división entre los pasajes subterráneos y la llamada zona uno.
Lo ingresaron a una celda de un largo corredor. El viento adentraba por los barrotes y se tumbó exhausto en la plataforma cruda de metal. Lo diezmó aún más la lumbre en el estómago, apretó los dientes y afuera comenzó a llover.
Con fuerza abrió la reja y la azotó cerrándola un hombre viejo. No era alto, pero sí fornido. Jadeaba y le costaba respirar. Se acercó hacia Lorenz, ovillado en la superficie, y pudo aspirarle una mezcla de sudor, tabaco y loción barata. El hombre prendió la linterna y, bajo la penumbra, Lorenz le distinguió el rostro surcado y los ojos mortecinos. El hombre sudaba con profusión y no controlaba el movimiento asiduo de las manos. Dudó al principio, pero Lorenz intuyó lo que haría con él. El hombre pateó el cesto de metal y el ruido le agradó. Se sentó en el filo de la superficie y le clavó a Lorenz una mirada penetrante. Se atusó el bigote y se reacomodó la larga cabellera desteñida.
Prendió un cigarrillo y lo aspiró mediante profundas inhalaciones. No dejaba de escrutarlo y los escalofríos lo traspasaban a Lorenz. Con extraña propiedad, el individuo aquel se tranquilizó de inmediato y le cuestionó su nombre y las razones del porqué cayó preso. Lorenz dudó un instante, no había salida, y aludió el mitin y la huelga. El Hombre del Pintalabios Rosa cuestionó más y más y Lorenz mencionó los antimotines, Estévez y las emociones secretas que escondía. Conversó vertiginosamente sobre el spoken, Mumia Abul-Jamal y el propósito de la huelga general. Rememoró la mañana del 20 o 19 de abril. Lo escuchó con gran interés y le aseguró que lo redimiría a la luz de los próximos días. Le prometió que mandaría desde la prisión una misiva, o una crónica o un recuento, a la opinión pública sobre los hechos aludidos.
Se puso en pie y se dirigió hacia los barrotes. El Hombre del Pintalabios Rosa, criminal serial sentenciado a muerte, autodidacta de prisión, quien redacta esta carta abierta, intentó controlarse y esperó el momento. Lorenz contaba los instantes. Tomó impulso y el hombre se le precipitó. El grito que sacudió la celda coincidió cuando las manos redondearon la garganta, apretándola con dureza. Las testas se estrellaron y aprovechó para escupirle al rostro, soltándolo. Un hilo de baba le caía a Lorenz por la frente, resbalando hasta perderse. Hizo una mueca y no cambió de parecer. El Hombre del Pintalabios Rosa desenfundó y apuntó directo. Fueron dos las efusiones de brusca sangre y pequeñas piezas de metal se desplomaron al suelo. Lorenz fue expulsado hacia el muro y las lágrimas lo enceguecieron. Al ras de suelo alcanzó a escuchar los tacones de las zapatillas y Lorenz (imagino) entrevió la sonrisa obtusa de Estévez. Se le postró a la altura de los hombros y el Hombre del Pintalabios Rosa jaló el tercer gatillo en busca del punto intermedio de los ojos.