He dudado en comenzar con una imagen o secuencia registrada en 1974. Un partido en la Copa del Mundo de 1974. Uruguay versus Holanda. Quien lo desee, pueden rastrear el partido, o el resumen si lo prefieren, en YouTube. Me disculpo de antemano, vale señalarse, por quienes preferirían no saber nada de ese deporte de masas.

Uruguay versus Holanda en la Copa del Mundo de 1974. Había reglas y un campo de juego. Uruguay era un equipo duro, práctico, pegaba fuerte. Una tradición llamémosle clásica, sudamericana. Y la forma de juego de aquellos holandeses. Después lo nombrarían “fútbol total”. Una o dos veces durante el encuentro, atacaban al que poseía el balón en grupos de seis o siete como si tuvieran una afrenta personal; no mantenían el balón más que en uno o dos pases, se movían por zonas donde uno podría pensar que no había ni siquiera campo. En el juego de los holandeses había una velocidad inaudita, algo maravilloso nunca antes visto. Velocidad y espectáculo, imaginación y fantasía. Correr rápido, pensar rápido, jugar rápido.

En muchos aspectos de las reglas y el campo de las ciencias sociales, con particular nitidez con respecto a sus escrituras, las reglas y la visión de campo funciona como aquél Uruguay del mundial del 74. Duro, práctico, pegada fuerte. Para el caso de la escritura predominante en las ciencias sociales, quizá alguna traducción sería la siguiente: de difícil acceso (duro), de obtención de puntos (práctico), de elaboración excesiva (pegada fuerte).

Ahora bien. Dada la última revolución tecnológica junto con la actitud antropológica que la soporta, me refiero al mundo de los Smartphones, TikTok, YouTube, Google, lo que necesitamos en las ciencias sociales, particularmente con respecto a sus escrituras, es un juego y una visión de campo como el Holanda del 74. Velocidad y espectáculo, imaginación y fantasía.

Quiero detenerme ahora en dos afirmaciones y trazar muy rápidamente un boceto de lo que ha pasado. La primera. Si no mutamos pronto hacia esa dirección, un juego en las ciencias sociales como el de Holanda, estaremos cada vez más dentro de aquello que Immanuel Wallerstein lo concebía como una secta de monjes que hace culto a un Dios olvidado. Podemos caracterizar a esa divinidad en cuanto a la escritura se refiere: erudición, pantanoso, oscuro. Una escritura repleta de citas. Todos los clásicos de la sociología (llamamos clásicos a los que leemos más de una vez), y hablo de sociología porque es la disciplina que más conozco, abonaron una racionalidad moderna o metódica a partir de la cual se alzaron sus investigaciones, pero el ámbito de la escritura quedó al margen. Las ciencias sociales no fueron modernas en virtud de su escritura, lo lograron gracias a sus métodos.

Esta capacidad moderna, en el sentido de atender lo más nuevo en el terreno de la escritura, desde luego, se daba en la literatura. Un campo que nunca ha sido homogéneo, por supuesto, sufre tensiones, pero en este terreno se iban a dar y se estaban dando las revoluciones en el ejercicio de escribir. Basta pensar en Kafka, Jorge Luis Borges y Joyce.

Los estudiosos que inmediatamente vinieron después de los clásicos tuvieron una relación con la literatura como un asceta que se prohíbe mirar a las mujeres. Al ser pensadas y elaboradas en oposición a la literatura, un amplio terreno concebido como femenino, lleno de subjetividad, imaginación, etcétera, los valores básicos a partir de los cuales se alzaron las ciencias sociales fueron distancia, objetividad, verdad. De algún modo, así lo quisieron creer, propiedades masculinas. Ciencias sociales masculinas. Y, por el contrario, aunque muchas veces la literatura fue elaborada también por otros varones, blancos y europeos, la literatura equivalía a lo contaminado, a lo subjetivo, en busca de lo bello. Distancia, verdad, objetividad versus en busca de lo bello, lo contaminado, lo subjetivo.

En el Discurso del método de René Descartes, sin embargo, había ya una posibilidad real, mucho más afín, entre la racionalidad y la literatura. Nótese además que Descartes lo escribió en francés, cuando lo común era en latín, y lo escribió en un cuaderno. Pasado el prólogo, el Discurso comienza con esta expresión: “Desde la infancia he sido educado en el estudio de las letras”. Casi Proust. Y después. “Propongo este escrito sólo como una historia, o si prefieres como una fábula”. Contar fábulas. Uno de los puntos de origen más celebrados de la racionalidad moderna, el Discurso del método, entonces, como un libro de aventuras. Aunque ya estaba abierta esta posibilidad desde 1637, no estaba nada claro cómo iba a funcionar en la cabeza de los otros, las apropiaciones, la recepción, los efectos.

La segunda afirmación es la siguiente. Para aproximarnos a un tipo de juego como el de Holanda en la escritura de las ciencias sociales, la clave está, como lo ha estado siempre, en la literatura.

Es un terreno de permanente reflexión escrita. Al interior se debate con gran intensidad las voces narrativas, los efectos, los finales, los diálogos, las metáforas, las atmósferas, el tiempo, la rapidez. Hay creatividad, experimentación y subjetividad. Hay velocidad, espectáculo, imaginación y fantasía. Y al exterior, es un terreno que lidia todo el tiempo con el mercado, el público, la preocupación por los lectores.

Iván Jablonka, historiador y escritor francés, ha reflexionado un concepto para, de algún modo, referirse al juego holandés en ciencias sociales: texto-investigación. De patria literaria, el texto; de raigambre científico, la investigación. Jablonka se refiere al intercambio sistemático entre lo más acusado de las ciencias sociales (métodos y técnicas) y los planos por los que se alza la literatura. Y más que un concepto extraño, texto-investigación, es actualmente una práctica dispersa. Una sensibilidad compartida, que se ramifica en puntos dispersos en el espacio y en el tiempo.

Según mis búsquedas, hay dos clases de especie que juegan como los holandeses. Ciertos escritores que investigan para escribir sus libros. Javier Cercas (España), Anatomía de un instante. Rodolfo Walsh (Argentina), Operación masacre. Manuel Puig (Argentina), El beso de la mujer araña. Cristina Rivera Garza (México), Había mucho humo, neblina o no sé qué. Ricardo Piglia (Argentina), Plata quemada

Y ciertos investigadores que escriben como si fuese una novela. Oscar Lewis. Los hijos de Sánchez. Alice Goffman. On the Run. Paco Taibo II. Pancho Villa. Loïc Wacquant. Entre las cuerdas (algunos pasajes). Son textos-investigación.

Bonus track.

Uno debe sorprenderse de la tardanza con la que la transformación cultural que está detrás del Iphone, TikTok, YouTube, Google, Spotify, ámbitos sociodigitales cuyas reglas se semejan al juego de Holanda, no haya impactado aún las reglas y el campo de las ciencias sociales, que siguen operando como si estuviéramos presenciando al Uruguay del 74. Quizá el Covid-19 las obligue a una mutación de la que el mundo cultural circundante ya ha iniciado. 

Desde luego, la mutación cultural referida se alza a partir de los usos de la tecnología digital. Una nueva cultura de gran interés por la espectacularidad. Una cultura que ha creado nuevos lenguajes (que se expresan particularmente en los espectáculos, las redes, el cine, las series de televisión, los shows, la televisión). Una cultura aerodinámica.

La nueva cultura, es una que trata de disipar la complejidad, o cierta idea de complejidad, disipar los beneficios de la nobleza, el refinamiento, lo anti ceremonioso, que desmonta el tótem y dispersa la sacralidad. La experiencia veloz: en la superficie y no en la profundidad, en Google y no en los libros enciclopédicos, mecanismos para que la gente entienda. Caminos más cortos y rápidos. Esta nueva cultura sustituye la inspiración por la técnica, la verdad por el efecto, la belleza por lo espectacular. Esta nueva cultura niega que el valor auténtico (de algo) se obtiene a través de un tortuoso camino de sufrimiento, paciencia y aprendizaje. Estos últimos aspectos de una cultura moribunda que, extrañamente, reina en el campo de las ciencias sociales, particularmente su escritura.