UN GIRO BRUSCO QUE DEJE DE MIRAR LAS ALTURAS. Las luminarias. Los circuitos fufurufus. Los personajes que (según una hipótesis) un aerolito los arrojó aquí, provenientes de un mundo extraño.

La gente de esta ciudad dice cosas. La posibilidad del cambio está en todos, dicen a menudo. A veces me pregunto por la posibilidad de escuchar todos los relatos de la ciudad. Los relatos políticos preferentemente, las percepciones, la diatriba, los puntos inaugurales de la repetición cotidiana.

También me intereso por las condiciones materiales asociados a los discursos. Piensa de este modo, pienso, porque vive así o asá. Porque vivió esto o lo otro. Porque no vivió. Porque vivió de más. Porque vio esto. Porque no vio aquello. Porque nació aquí o allá. Porque tuvo o no tuvo. Porque no escuchó o porque sí escuchó. Enrevesado en sí mismo, difícil de descifrar, el mundo contemporáneo se nos escapa a todos.

Taxista de oficio, ingeniero civil de ocasión, sesentón, su medio de informativo de preferencia es el radio. 8 o 10 horas al volante, salvo los domingos, el día que descansa y visita a su jefa, que aún vive. Dice que lo llevaron en el viaje anterior al centro de operaciones de la Policía Federal. La noche era floja. Sabía de las protestas, pensaba que no pasaría, pero lo dejaron entrar apenas por un carril que abrieron durante el día. Le aviento la hipótesis del complot. Se remilga el bigote, observa el retrovisor y mueve la cabeza en negativo. Descree que Calderón mueva los hilos de la corporación. Ha votado por los azules desde que tiene memoria.

Desde temprano se dirige a entregar un pedido. Maneja nervioso porque desconoce el punto de descarga. La ciudad vecina al norte es una incógnita abierta. El cliente es exigente, me dice. Un doctor que apadrinará una fiesta de graduación. Se ha perdido de fea manera incluso con el Google Maps, que mira al sesgo incansablemente. Se ha retirado de la venta de seguros, 30 años invertidos en eso, pero funge ahora como coordinador de logística, digamos, de una empresa familiar. La carretera que se aproxima lo pone nervioso, va tenso, ha dejado correr una estación de música clásica. Se interrumpe con las noticias del tráfico de último momento. Choque en Patriotismo y Tamaulipas. Él va hacia Constituyentes para arriba. En seguida una voz deja entrar la voz del presidente sobre lo dicho en la mañana. No le creo nada de nada, dice, y cambia de inmediato de estación. Cree que el peje, como le dice, habla mucho y actúa poco. Descree que el peje sea el presidente que no descansa, que no para ni los domingos, pero sí entrena el béisbol, me replica, en cualquier hueco entre semana.

En el último piso de la sede están reunidos en una mesa de segunda mano. El azul del cielo se expande limpiamente y el viento adentra por los intersticios de las ventanas. Preparan la agenda de los meses siguientes y atienden el borrador de un artefacto. Una posible revista en la red y decenas de detalles. Entusiasmado, el profesor universitario elogia la intervención por la mañana de AMLO sobre el tema de los jóvenes y las drogas. El tono de la voz es disimulado y la argumentación precisa. La interlocutora, profesora retirada, militante de hueso colorado, se apena, interviene, ríe un poco y dice que ha dejado de escuchar las mañaneras porque son demasiado mañaneras. Ellos dos son los cabeza en jefe de un proyecto barrial, ambicioso y a la izquierda.

La posibilidad del cambio está en cada uno de nosotros. Una sensación verdadera que se ramifica o se anula en versiones infinitas.