Las malas noticias te alcanzan donde quieras que estés. El desplome del vagón de metro ocurrió bien entrada la noche del lunes 3 y nos enteramos todos, poco a poco, antes de irnos a dormir. Una prima hermana posteó la nota del percance en el chat familiar y en seguida las redes barajeaban diversas imágenes alucinantes y algunos datos preliminares. El lugar exacto. La falla posible. El número aún incierto de víctimas o de muertos.

Estos estados de ánimo que evolucionan según alguna ley neuronal. Negación, conmoción, desconcierto, enojo, resignación, adaptación. Algo así. Disminuido me fui al sofá con la imagen de ese vagón partido por la mitad. Día negro. Ciudad en luto. Hora imborrable para la gente que perdió esa noche a sus seres queridos. Día triste para los usuarios, los miles que la habitan.

Dejo correr el silencio 1, por aquellos que ya no la pueden contar.

Algunos míos y yo, como muchos otros, tenemos una relación especial con la línea 12, conocida también como línea dorada. A veces pensamos que fue hecha exacta para los miembros de la familia. Esta línea la usamos o la usábamos diario antes de la pandemia. Conocemos de cerca su historia, su breve historia que, pese a ser la más nueva de todas, ha estado llena de cirugías, de meses en suspenso, de reportes de reparación, de grietas y de fallas, de advertencias, hasta este trágico desenlace.

Pensamos que fue hecha para nosotros porque nos había cambiado la vida. No es una exageración socarrona. Gratificantes o festivas habían sido las ventajas de movilidad que había traído a la zona suroriental de la ciudad. Parte de Iztapalapa y la Alcaldía Tláhuac. Una zona entera por muchos desconocida, rezagada, lejana, que pudo presumir que contaba consigo con la línea más limpia, la más moderna, la más segura en función por donde adentraba y salía.

Esta línea nos cambió la vida porque desde la infancia conozco los accesos de Tláhuac. Calles enlodadas donde atrapábamos renacuajos. Baldíos, zonas desiertas y el cantillo nocturno de los sapos. Todavía, de vez en vez, escuchamos a gallos, a vacas, a cabras, el tufillo insidioso de algún chivo que adentra por las ventanas. Poblaciones humildes, luchonas, relegadas por una ciudad de un pulso sin freno. Tláhuac: una zona en tránsito. En tránsito de convertirse en totalmente urbana o en tránsito de olvidar sus ángulos más campiranos.

Mi abuela puso su segunda base de operaciones en Tláhuac y toda la familia de mi madre ha ido a ella. Algunos después echaron sus propias raíces, se convirtieron en ciudadanos de Tláhuac. Yo mismo soy o me siento ciudadano de Tláhuac. Mi doble nacionalidad. Es como si este maldito accidente te hubiera arrancado, quieras o no, algo valioso de ti. Desde luego que la pérdida de alguien no puede jamás equipararse. Algo valioso, decía, porque esta línea dio dignidad a la gente de esta parte de la ciudad.

Antes de su inauguración, podías consumirte en una ida hacia la ciudad dos horas en el tránsito y otras dos de regreso sobre la avenida que pasa por ahí. Una arteria remachada, caótica muchas veces, asediada por la desfachatez con la que se conducen todos los que circulan en ella. Porque fuera de la línea 12, te lo juro, el transporte opcional ha sido un lastre, sin luces, sin frenos, junto al patrullero, jugando carreras con los bicitaxis. Te puedes imaginar el antes, una zona despreciada, y el después de la 12, conectada con la ciudad. Ahora, como en el remoto pasado que creíamos en los escombros, volveremos al asfalto rudo.

Corre el silencio 2, por la rabia que nos produce un accidente que no debió materializarse.

No ha pasado lo más grave. Otra posible tragedia de la ciudad, tocamos madera desde luego, puede desdibujar la gravedad de la tragedia de la línea 12. Ya no tenemos tan presente el incendio que hubo en el control central del Sistema Colectivo Metro, o el choque de dos vagones en la línea 9, o las secuelas aún irresueltas del sismo del 17.

No ha pasado lo más grave. Porque desconocemos con exactitud quiénes son los o las responsables, aún en algún puesto importante de toma de decisiones. Sé muy bien que hay nombres, señalamientos, acusaciones. No ha pasado lo más grave porque México es México, porque ronda en el aire la posibilidad de que un caso más de corrupción, negligencia y sangre tardará en cerrarse.

Corre el silencio final, por la esperanza de reactivar en lo venidero una línea segura para todas y todos.