Y la mala nueva no tardó en apropiarse de la conversación global. Diego Armando Maradona había muerto. Nietzsche ya había acuñado la sentencia, que resucitó más de uno. Dios ha muerto.
La noticia se disparó como un tiro certero desde el manchón penal. Se movió a tal velocidad que algo interno, al sopesarla en frío, se eclipsó de inmediato en alguna parte. Una secuencia de imágenes, superponiéndose, como un rollo antiguo que se arrojaba con fuerza. No tenía la edad suficiente cuando ocurrió lo que ocurrió en el mundial del 86. Cuatro años después, sí. Iban a enfrentarse en Italia Argentina y el campeón vigente en la semifinal. Éramos niños el Charly y yo; y esas imágenes de las que hablo son un intercambio y un apretón del cuerpo. Discutíamos que la albiceleste no era México, razón suficiente para frenar los nervios y aminorar las expectativas. Pero en el fondo Argentina jugaba por México. A que sí. Esa selección, ese partido, me ofrecía diáfano el espíritu latinoamericanista. Y ese abrazo feliz, al final de la ronda de penaltis, cuando Argentina pasó a la gran final.
Locura y genialidad en un hombre bajito. En un instinto. En una sensibilidad. En una habilidad de juego. En una jugada magistral contra los ingleses. En una narración épica, firmada por Víctor Hugo Morales. En una serie de partidos. En un campeonato del mundo. Lo mundano y lo extraordinario entretejidos en el albiceleste número 10. Son estos relatos desmedidos. Personales, colectivos. Pasionales. Cuerpo y sangre, que forman parte, de algún modo o de otro, de un espíritu. Un modo de entender el juego. Argentina, Latinoamérica, una zona de la periferia, la hazaña de un campeonato mundial. O se lo ama al Diego o se lo cuestiona. Algunos postulan a otros jugadores, otros astros. Puede ser. Di Stefano. Pelé. Kruyft. Y en ánimos de neutralizar la noticia infeliz, impugnan de paso la pasión por el fútbol y la cultura desmesurada, masiva, que se ha tejido siempre a su alrededor. Se equivocan. Fútbol es alegría, destello, cooperación, espíritu de cuerpo colectivo. Un balón en el terreno que busca obsesivamente despejar una incógnita. Fútbol es magia, talento, individualidad, eventos extraordinarios.
Vino con claridad la otra fase, ambivalente, llena de claroscuros, afuera de las canchas, después de la debacle del 94. De esos períodos de derrota en derrota. Cuestionaron los excesos. Pero, ¿quién no los tiene? Objetaron las sustancias. ¿Y quién no las usa? Suaves, duras, legales, ilegales, carnales, ficticias. Señalaron la violencia hacia la mujeres. Señalamientos tristes, correctos. Un cáncer social a extirpar. Dios a veces se comporta como un demonio. Lucifer, Maradona, etcétera. Polemizaron las amistades. Fidel. Néstor K. Hugo Chávez. Un ex futbolista extravagante, cierto, pero con conciencia de clase. Quizá se equivocó con Menem. Criticaron las convicciones. Peronista, melodramático, populista, incorrecto. Un tipo que nació en Villa Fiorito, en la miseria, no podía no ser sino de concepciones zurdas. Un tipo duro, de vieja guardia. Ególatra. Es que era Dios. Sólo eso.
Diego Armando no murió, no nació. Maradona es eterno.