Era una afroamericana yogui que había logrado posturas imposibles. Leyó todo Osho y evitaba la comida vietnamita y mexicana. La motivaba un impulso férreo en estirar los músculos, castigar los huesos, mantenerse entera en las contorsiones. Vivió años atrás con un boxeador puertorriqueño amateur. Medía 1.50, peleaba en el peso pluma, parecía un jockey inglés. Los puños eran livianos pero se hundían como el acero en la quijada de los otros. Lo nombraban en el ring el «Freddy Steal Negrón». Llevaba un récord de 10 knockouts y cero perdidas, la golpeaba a menudo y ella pudo, en su fuga, despistarle el rastro. Había recurrido al yoga, le dijeron, para extirpar las tinieblas, hacerse otra. Asistió después a los gimnasios de boxeadores y coqueteaba con aquellos que le recordaban al invicto. Los convencía poco antes de los combates para ir al hotel y los desfondaba con los estiramientos que aquélla práctica le proporcionaba. No cambiaría de giro, se propuso, sino hasta que no hubiera en el sur del condado ningún candidato pluma del boxeo.