LA DÉCADA DE 1970 fue el tránsito hacia la expansión global del neoliberalismo. Un vistazo fugaz a aquella época pareciera un viaje a una tierra incógnita, imposible de creer, o de entender, a través de los ojos del presente. En 1973 se había aprobado en Naciones Unidas una carta de derechos de los estados nacionales. Se impulsaba con ello una visión positiva del estado. Soberano en su territorio y agente de regulación. Y en la arena internacional había un sentido del deber de ayuda de los países ricos frente a los países pobres.
Fue el último respiro de aquel tiempo que los franceses conceptualizaron con severa nostalgia como los treinta años gloriosos (1945-1973). La belle époque caracterizada por la oferta de empleo y buenos salarios, niveles estandarizados de vida y con posibilidades reales de crecimiento. Productividad a la alza y confianza, un horizonte de expectativas y comodidad. Una persona de veinte años, digamos, encontraba la manera fácil de emplearse y podía alargar su carrera si lo deseaba.
Mi viejo en efecto se incorporó con la edad de 16 años a una empresa de seguros y permaneció activo en ella durante 32 años. Mi jefa, como se dice, comenzó su rol de enfermera a los 19 y, tras 30 años de desempeño, terminó su último día laboral en la Clínica 10 del Seguro Social. Podrían multiplicarse los ejemplos.
Una serie de cambios fundamentales, sin embargo, marcaron el fin de la belle époque. Comenzó con el shock Nixon en 1971: la separación del dólar del oro. ¿Cuánto valían ahora las monedas que se regían por el dólar? Las monedas comenzaron a fluctuar y comenzó el año inaugural de la especulación financiera.
Siguió la crisis de los precios del petróleo de 1973. El síntoma más evidente de un estancamiento económico mundial. El sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein, entendido en la geopolítica mundial, fecha la entrada de un ciclo largo de estancamiento y recesión justamente con la crisis de los precios del petróleo. Beneficiados con la subida estrepitosa de los precios del petróleo, la mayor parte del superávit que recibieron los países productores de Oriente Medio se dirigió a la banca privada internacional, porque sus economías fueron incapaces de absorberlo.
Sin importar la tendencia ideológica, los gobiernos en el mundo no supieron qué hacer frente a un fenómeno económico realmente raro: la estanflación (estancamiento con inflación). Los gobiernos en general no lograron descifrar con tino las medidas necesarias para enfrentar una configuración de nuevos problemas y agravantes. Ni la izquierda ni la derecha de los años de 1970 tenían respuestas a la crisis epocal: tasas muy altas de desempleo y la impronta del terrorismo, los altos precios del petróleo y la depreciación del dólar. Muchos de estos gobiernos aumentaron la emisión del circulante para paliar el desempleo, pero produjo aumento de la inflación y no lo frenó sino que disparó el desempleo.
Ampliamente beneficiada por los petrodólares, la banca privada internacional comenzó a ofrecer dinero barato a los gobiernos. Apremiados por las exigencias de una población acostumbrada a niveles estandarizados de vida, servicios y múltiples exigencias, se endeudaron sin control. Era como si un caballero respetable tocara el timbre de la casa y, sabiendo la angustia de un moroso en un callejón sin salida, ofreciera dinero barato a cambio de facilidades de pago.
La década de 1970 y principios de la siguiente terminó con el aumento pavorosa de la deuda y se agravó con el shock Volker en 1981: la decisión de la reserva federal de Estados Unidos de aumentar las tasas de interés. Medida astringente para frenar la inflación, que no cejaba. Los inmediatos años de 1980 iniciaron así cuando Polonia y México se declararon incapaces de pagar los intereses de la deuda.
Las instituciones mundiales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial ofrecieron líneas de crédito a los países periféricos, pero con ciertas condiciones. Este detalle en particular no había ocurrido desde que comenzaron a operar como instituciones de financiamiento. Exigieron ciertas condiciones que no estaban autorizados en demandar: austeridad económica, recorte del gasto público, privatización de las empresas públicas, privatización de los recursos públicos, liberalización de los mercados, liberalización de los mercados financieros, autonomía del banco central. Al margen del caso chileno, primer país en el mundo que instauró con sangre el neoliberalismo, puesto que “una dictadura puede ser más liberal que una democracia”, fueron el Fondo Internacional y el Banco Mundial las correas de transmisión por las que se instauró el programa neoliberal en escala planetaria.
Así, le arrancaron de facto a los gobiernos electos las medidas fundamentales de política económica, entre otras: devaluar o no devaluar la moneda para incentivar la inversión. Ampliar o no ampliar el gasto. Aumentar o no los impuestos. El neoliberalismo trajo consigo, en una palabra, una política sin contenido real. Cosa curiosa que se haya hablado con bombos y platillos en México de una supuesta “transición a la democracia” (1977-2018).
En el tránsito hacia los años de 1980, además, el neoliberalismo difundió la percepción de que todo lo público y la política, el estado y los sindicatos no servían. O eran ineficientes o corruptos. El neoliberalismo se nutrió de un ánimo anti estado, anti regulación, anti burocratización. Se alimentó de un “espíritu joven libertario” que se había afincado con las revueltas de los años de 1960. A estos tipos que arruinan a los países les gusta llamarse “libertarios”. Los neoliberales fueron versiones decadentes de los “Chicago boys” que impusieron un nuevo sentido común de todas las cosas.
De tal forma que un pilar importante del neoliberalismo fue la creencia de que no existe el interés público. Dada esta desacreditación, los neoliberales empujaron la idea que la “cosa pública” no era tal, sino que escondía siempre un interés privado: ya de un político, ya de un grupo. Para el neoliberalismo no hay más que individuos egoístas racionales que sólo buscan maximizar sus intereses. Patético y rudimentario. Mejor aún, sociológicamente imposible.
Para México este programa fue impulsado por una generación de políticos que construyó no una idea de país, sino una integración empobrecida con Norteamérica por medio del mercado (1982-2018). Cuando Trump expulsó a México de los intereses de Estados Unidos, esta clase política sufrió más que un desmayo y perdieron en las votaciones del 1 de julio de 2018.
Queremos contarnos otras historias. Desde luego. Para hacerlo contamos ahora con un presidente con huevos y mucho pueblo.