NO QUISIERA DEJAR DE TRASLADAR AQUÍ las afirmaciones más teóricas que sostuve en nuestro último encuentro que convocamos entre amigos y la militancia para conversar sobre la figura del intelectual. Charlas abiertas, a modo del conversatorio, que nutren un circuito de ideas, intervenciones y discusión política en nuestra zona de combate: la urbe de la Venustiano Carranza. La vida intelectual, sostenía el sociólogo contemporáneo Howard Becker, no es sino conversar intensamente los temas que nos reúnen.
De las muchas que se han elaborado, me gusta la caracterización del intelectual como un detective que va en busca de las mejores pistas para resolver un enigma. La figura del detective la inventó Edgar Allan Poe con su inaugural cuento “Los crímenes de la rue Morgue” [1841]. Un relato que sentó las bases del género policial. Un detective, un enigma y la resolución del crimen son los motores con los que opera el género. “Los crímenes de la rue Morgue” comienza en una librería y la voz que narra dice que se asombró de la cantidad de lecturas que había hecho Auguste Dupin, el detective de Poe. El detective rastrea pistas y huellas, elabora hipótesis o modelos explicativos de crímenes hasta entonces irresueltos por la policía. En atención al modo de operar del detective, tenemos que un intelectual, mutatis mutandis, es un modo sofisticado de leer, pero para entrarle a una polémica.
Karl Marx, desde luego, alimentó y marcó para siempre la figura. Un tipo que desde temprano combinó la intensa actividad de investigación en aras de resolver los enigmas de la sociedad capitalista y la constante intervención política por medio del periodismo y la polémica pública que buscaba, entre otras, la desacreditación de los programas socialistas à la Fourier, à la Saint-Simon, à la Proudhon, à la Owen. Inmortalizada en molde en el lobby de la Universidad Libre de Berlín, la onceava tesis sobre Feuerbarch [1845] conceptualiza de manera ejemplar el campo de juego del intelectual. No se trata sólo de interpretar al mundo, escribe Marx, sino de transformarlo. Y esta transformación suponía orientar la opinión y el coco wash de las masas.
El circuito que trabajaba alrededor de Marx sabía que era la mente más poderosa de su siglo. Pero fuera de este circuito íntimo o en tándem, la censura, las secuelas de una época de restauración y un espacio público en ciernes en Europa debilitaron los mensajes. En efecto, la otra cara del intelectual es un espacio público propiamente dicho. A condición de una vida saludable de medios impresos y un mercado de bienes culturales, puede un intelectual operar realmente como tal. Zona intermedia entre la vida privada y las instituciones, el espacio público es el campo de operaciones del intelectual.
En su Sociología de un genio, Norbert Elias explicó convincentemente cómo a diferencia de Mozart, quien no pudo escapar de las presiones y de los caprichos de la corte, único rincón para el mantenimiento y ejercicio de su arte, Beethoven, décadas más tarde, logró su relativa autonomía o libertad de composición gracias a una burguesía culta dispuesta a escucharlo. En estricto sentido, en función de los dos componentes de la figura, el individual y el colectivo, se suele fechar la aparición del intelectual moderno con el caso Dreyfus en Francia [1898].
El liberal Norberto Bobbio también edificó una tipología interesante del intelectual. Me disculpo por Bobbio; pero no todos los de su condición son “chicos totalmente palacio”. Construida en los diálogos platónicos, quizá la figura más antigua de todas, el deseo de un intelectual de operar como filósofo-rey. Una figura temerosa la de un intelectual que toma el poder. Platón mismo deseaba la expulsión de los poetas o cuando actuó como cabeza en jefe del Ejército Rojo, Trotsky ejerció el terror sobre su disidencia. En México el único intelectual que ha merodeado seriamente las antesalas del poder fue Vasconcelos y, para la época que lo efectuó [1920-1924], para la suerte de todos, fue la mejor versión de Vasconcelos: quien contrató a Diego Rivera y sus amigos y el que diseñó una agenda ambiciosa para la recién creada Secretaría de Educación Pública.
La del intelectual como consultor de los gobiernos es la figura más pobre de todas. Ofrece sin distinción de banderas su expertise técnico y aparece constantemente en televisión. Ha trasladado el lenguaje de la empresa o de gestión al análisis del espacio público. No cuestiona al poder y esta figura es la típica que imperó durante el largo invierno del neoliberalismo. Esta figura ha ensombrecido el intercambio fructífero del intelectual con el movimiento popular o los movimientos sociales.
Finalmente, escribe Bobbio, el intelectual que critica al poder. Busca la máxima independencia para el ejercicio de la crítica. Desde luego, dentro de una sociedad capitalista, dividida en clases sociales, o en los momentos de ruptura con los antiguos regímenes, ¿hasta qué punto es posible o deseable la independencia del intelectual? Es una figura que atrae sobre todo a los liberales, incapaces de arriesgar el pellejo por una causa suprema o colectiva o cuando el espacio político se polariza a tal punto que la equidistancia es contraproducente para el ejercicio de la crítica.
Hay intelectuales de derecha que suelen impugnar su carácter de intelectual. Una postura que fomenta el anti-intelectualismo para colocar el mejor ángulo de disparo. La familia, Dios y la patria han sido invariablemente los valores de sus intervenciones. Quizá el último intelectual de derecha fue Borges; esa idea de Borges que la democracia no era sino un abuso de la estadística. Decía Borges cosas que la derecha no se atrevía a afirmar.
Las revoluciones venideras de la tecnología digital, el universo infinito de Internet y el presentismo de nuestra era plantean nuevas interrogantes y nuevas posibilidades a la figura (colectiva también) del intelectual. Los movimientos populares, por su parte, siguen en escena redefiniéndose y demandan todo tipo de intervenciones, agendas e hipótesis. El caso mexicano ha dado un paso más adelante porque ha alcanzado la presidencia, lo encabeza un político carismático, para muchos un fuera de serie, y mantiene la 4T tensión en todos los frentes. Con la 4T como nuestro espacio público inmediato, dista de agotarse la otra mejor definición de la figura que conozco: un intelectual, teorizaba Jean-Paul Sartre, es quien mete sus narizotas donde no lo llaman.