Había un hombre que buscaba experiencias eróticas por medio de un portal de Internet. Transfirió los 20 dólares de la membresía y llenó las categorías clave requeridas: complexión, sexo y edad. Subió de inmediato una foto de un cuerpo en perspectiva cuyo rostro era difuso. Hojeó el catálogo de su interés: mujeres entre 25 y 45, solteras o con hijos, nunca casadas. Al poco tiempo deparó con el perfil cercano de su ex mujer y su hija. Mantenía conversaciones con ellas en la red sobre posibilidades futuras. Trucos, fantasías y obsesiones. Circunstancialmente hablaba con ellas del clima, del trabajo o del precio de las cosas en la mesa o en el teléfono. Buscaba desplegarse bajo una doble identidad con el pulso que vino con un nuevo tiempo.