ANTES DE LA CAÍDA DEL MURO de Berlín y la posterior extinción de la Unión Soviética en 1991, la noción de izquierda remitía en general a los usos políticos del marxismo y sus consecuentes traducciones según la latitud geográfica.

En aras de una exactitud mayor, la izquierda histórica [1864-1991] se expresaba en los muchos marxismos y, en particular, en el marxismo-leninismo. Esta izquierda histórica era burocrática, desde luego, pero no ponía en cuestión el uso de la violencia: secuestros, extorsiones, artefactos y pone bombas en aras de la transformación política y social.
La izquierda histórica creía en la importancia de la organización (vertical) y en el partido, que muchas veces replicaba una estructura de mando militar y leía los textos de su tradición con escaso ojo crítico.

Bastaba recurrir a las citas o a los pasajes sagrados para reconvenir a los heterodoxos y revisionistas. Depositaba su fe, además, en la dirigencia política, mas no en los caudillos de cualquier especie, y buscaba una fuerte ideologización de los cuadros, aunque fuesen pocos.

Los riesgos acechaban todo el tiempo: la izquierda histórica fue también un mosaico variopinto de grupos sectarios, excluyentes y exclusivos, desconectados, o mal conectados, de la realidad de la base social.

La izquierda histórica no fue una posición dominante ni generalizada, pero existía en el espectro de las posibilidades políticas, fue atractiva para generaciones enteras y muy a menudo actuaba en las sombras. Una de sus invariables taras fue su fragmentación.

Un militante de izquierda también era (¿sigue siendo?) un universo infinito de relatos, de percepciones y de estrategias particulares. La izquierda histórica problematizó, y problematizó con ahínco y fervor, cómo transformar el dolor individual, aislado, atomizado, presumible en cualquier punto geográfico, en acción colectica; cómo convertir la desesperación, la rabia o el hartazgo en política y conceptualización; cómo trasladar el campo de batalla de cualquiera (un obrero, un campesino, un estudiante), eclipsado por (1) la cultura del trabajo/explotación o por (2) la cultura empresarial/superación personal, en un verdadero campo de guerra, tensionado invariablemente por fuerzas políticas.

Siempre insistió en transmitir que las (presumibles) imposibilidades individuales eran producto de mecanismos anónimos, abstractos, abyectos, sujeto a análisis y, sobre todo, a modificaciones abruptas. Pero al igual que el reformismo, corazón del liberalismo clásico, en las coyunturas la izquierda histórica se inclinó rápido, y de muchos modos, a la idea que los cambios serían reales mediante la racionalidad política: el diálogo, los acuerdos y en busca del consenso. Junto con la reforma social o el mecanismo del mérito: la puerta de acceso a los mejores. Visto así, la izquierda histórica fue más liberal que leninista; fue más vociferante que otras variantes del liberalismo.

La izquierda histórica tuvo su ciclo y murió junto con el siglo XX. El ascenso y éxito del programa neoliberal [1982-2018] a escala planetaria la sacó de todas las escenas. La llegada de López Obrador a la presidencia de México, empero, empuja un contexto afín, un laboratorio de experimentación, al germen de una izquierda de otro tipo. Una izquierda, digamos, acorde con los retos del nuevo siglo. Desde luego, para una izquierda contemporánea, a renacer o a redefinirse, preguntas apremiantes irrumpen de inmediato. ¿Qué hacer con el estado? ¿Qué hacer con el mercado? ¿Qué hacer para generar riqueza/bienestar? ¿Qué hacer con la “crisis ecológica”? ¿Qué clase de usos políticos pueden darse con la tecnología? ¿Qué diálogo debe establecerse entre las dos fuerzas políticas de nuestro tiempo: el nacionalismo y el globalismo? Grandes interrogantes que una izquierda renacida está obligada no sólo a teorizar incansablemente, sino a dar respuestas creíbles y puntuales.