Una urgente arqueología de la cultura política contemporánea tendría que excavar profundo en las redes sociales. Desde los gestos inaugurales como MSN Messanger o ICQ, las mensajerías instantáneas iniciales, hasta el año 2020 que consagró la cultura digital. Un registro complejo de las motivaciones democrático-horizontales de las nuevas élites que edificaron la cultura digital, socavando la cultura impresa y las élites asociadas, hasta el capitalismo de la vigilancia y de plataformas. Situación donde nos encontramos actualmente cuya máxima es un hachazo frío y desafiante: si el uso de la aplicación o de la red social es gratis, ¡ojo!, la mercancía somos nosotros. Si WhatsApp dejó de ser la mejor opción, no debe deducirse que Telegram o Signal lo serán para siempre.
Frente a cualquier argumento propositivo o crítico de las redes sociales, no debemos perder de vista que la vida privada, las emociones, la intimidad y el amplio abanico de nuestros gustos y nuestros demonios, es la materia prima que hace funcionar el negocio jugoso de las redes sociales. Es posible que lo hayamos desconocido en los inicios, pero lo sabemos muy bien ahora.
En los comienzos las empresas globales que están detrás de las redes sociales lograron convencernos que habitar las redes sociales iba a ser divertido, útil, propositivo, comunicacional, recreativo, exponencial para nuestra vida personal, profesional y social. Nos propusieron que ventilar cada detalle de nuestra vida en estas aplicaciones era un gesto buena onda o ineludible porque accedíamos a realidades alternativas o porque nuestra identidad expandía sus potencialidades. Cierto, algo así ocurrió. Muy pocos rechazaron el canto de las sirenas. Desconocíamos en los inicios que las redes sociales se volverían adictivas, estaban diseñadas para conseguir estos propósitos y, sobre todo, se convertirían en los grandes editores de la realidad. Un editor, nota al margen, decide en última instancia qué sale a la luz.
Hasta hace poco Facebook permitía alegremente la difusión de noticias falsas, alimentado el fenómeno de la “posverdad”: narrativas compactas de la realidad que circulan a grandes velocidades por Internet, pero que los hechos no respaldan. Un gesto que cualquier medio de comunicación, salvo el Reforma o variantes, no se lo podría permitir a riesgo de sufrir el descrédito, la burla y el escarnio.
Ha pasado tiempo suficiente para reconocer que en las redes sociales de nuestra preferencia lidiamos con dos fuerzas totalmente desiguales que se enfrentan a diario. Nuestra vanidad, nuestro ego, nuestra sentida urgencia de comunicar nuestras experiencias es una fuerza muy poderosa al interior de nosotros mismos; una fuerza que ha borrado las fronteras entre la vida privada y la vida pública. Sin embargo, una fuerza mucho más poderosa que la anterior es el tratamiento opaco de los datos que efectúan los algoritmos de las redes sociales. El algoritmo es la fuerza invisible, verdadera y omnipresente que decide qué aparece o qué se pierde en las actualizaciones permanentes de la interfaz. No podemos obviar que la agenda política o los intereses particulares de estas empresas están dentro de la operatividad de dichos algoritmos. No podemos desconocer que todo lo que ventilamos en nuestras aplicaciones es analizado para crear perfiles de nosotros mismos; perfiles, modelos de conducta o productos digitales que se venderán a terceros, empresas o gobiernos. El poder que han conquistado estas empresas globales, sin duda con base en nuestra ignorancia o nuestra propia anuencia, ha crecido desmedidamente que ahora se han convertido no sólo en editores de la realidad, sino también en censores.
¿Qué hubiera pasado si el apagón de la cuenta en Twitter de Trump se hubiera dado seis meses antes o en plena jornada electoral? ¿Se hubiera evitado la potencial violencia política que amenaza tomar las calles de Washington D.C.? La censura es inexplicable a propósito del asalto al Capitolio porque el uso de su cuenta en Twitter fue sistemática y políticamente de uso incorrecto durante los cuatro años de su presidencia. Otras lecturas son más verosímiles: ajuste de cuentas, neutralizarlo para 2024, etcétera. Al presidente Donald Trump le aplicaron lo que Trump quiso aplicarle a la aplicación china Tik Tok en el mercado estadounidense de la cultura digital.
No nos engañemos. Trump es un monstruo letal que tiene el derecho de acceso a las redes sociales, ya en calidad de presidente saliente, ya como usuario cualquiera. Nos guste o no nos guste y todos deberíamos reconocerlo. Hasta Leo Zuckermann, a quien le funcionan sólo dos neuronas, me parece, escribió sobre la erosión de la “democracia liberal” porque lo censuraron a Trump y a otras cuentas de sus seguidores.
Dudo que podamos abandonar sin dolor la fascinación que nos provoca la actualización de nuestros estados en nuestras redes sociales. En este sentido, veo dos situaciones apremiantes. Debemos dedicar tiempo suficiente a revisar las políticas de uso y la configuración de privacidad; quizá hallemos algún resquicio de nuestra red social favorita que nos permita pensar que podemos incidir en algo, por minúsculo que sea. Estamos obligados, por último, a empujar decididamente juntos una agenda de regulación pública de estas empresas. Derechos, transparencia y castigos. Así como estas empresas contribuyeron en el resquebrajamiento de las fronteras entre la vida privada y la pública, nosotros debemos empujar ahora que las preocupaciones del espacio público adentren en sus políticas internas como empresas globales. Contrariamente a lo que piensa Mark Zuckerberg de que el futuro será privado… No, el futuro será social. El presente y el futuro de las redes sociales son un problema estrictamente colectivo.