Somos lo que nos contamos que somos y un país es lo que se cuenta que es. El mes patrio en México, septiembre, sigue vivo y aún no expiran las reflexiones sobre la identidad nacional. Básicas pero fundamentales: ¿qué hace a la mexicana ser mexicana? ¿Qué hace al mexicano ser mexicano? ¿Es, acaso, un gesto pintoresco, inventivo, en los modos de hablar?, como sostienen altivas, muy a menudo, las personas que han nacido en la capital del país. ¿Es una esencia?, como teorizaba el filósofo Samuel Ramos. ¿Es una serie multicolor de platillos, picosos, que logran colarse en puestos de reconocida fama mundial?, como afirma una de mis vecinas. En julio pasado, en efecto, un platillo popular, aunque regional, la tlayuda, cosa extraña, venció al choripan y al ceviche peruano en un concurso auspiciado por Netflix Latinoamérica. ¿O es su historia?, como postulaba el ensayista Octavio Paz.

Algunas de las tesis contemporáneas que más me gustan sobre la identidad nacional advierten que todos nuestros mejores símbolos de la identidad nacional son más ficcionales que reales y ninguno esconde, de algún modo o de otro, los usos que de ellos hacen las clases dominantes. Por el espacio, aquí, veamos sólo dos casos significativos.

El rostro más difundido de Miguel Hidalgo y Costilla, por ejemplo, nuestro Simón Bolivar, nuestro San Martín…; su rostro más difundido, europeizado y de ojos claros, es falso. Fue pintado en la época de la intervención francesa, en la época del príncipe Maximiliano de Habsburgo, elaborado más 60 años después del fusilamiento de Hidalgo en Chihuahua. El único retrato que se hizo en vida del cura, cuando Hidalgo montó su cuartel general en Guadalajara, sin embargo, es una estatuilla que se puede visitar en el Museo de Historia de Chapultepec. Lo muestra ligeramente encorvado, narizón y de tez quemada. Hidalgo hablaba siete idiomas, tres lo conectaban con los pueblos indios y cuatro con Europa y el mundo. Es llamativo que la mayoría de los mexicanos contemporáneos se exprese rudimentariamente en español, desconfía de las virtudes del idioma inglés, casi nadie habla fluidamente tres idiomas y es inusual encontrarse con un políglota. El padre de la patria, Miguel Hidalgo y Costilla, excepcional, resulta ser en efecto un personaje más ficcional que real.

Francisco Villa, otra pieza clave del panteón de nuestros héroes populares. Villa representa la venganza popular y la justicia hecha por la propia mano. Expropiación a los ricos y distribución a los pobres. Nada más ni nada menos. Astuto, leal al revolucionario Francisco Madero, buen guerrero, líder nato. Y se casó Villa treinta veces, 30, y dos ocasiones con la misma mujer porque se le había olvidado al general. Siempre vio por descendencia, dicho sea de paso, que no fue escasa. Es cierto que Villa operaba de este modo porque le gustaban las fiestas, aunque él era abstemio y prefería las malteadas de fresa, y porque de este modo tejía una red robusta que le proveía toda clase de recursos y de refugios. En los últimos años estamos debatiendo con mucha intensidad qué es lo que los hombres en México pueden hacer y qué es lo que ya no está bien visto. Definitivamente casarse 30 veces no es un argumento confiable. Ese rostro de Villa quedó en el pasado, ya no tiende el vínculo con nuestro presente.

¿Qué hace al mexicano ser mexicano? Las tesis contemporáneas sostienen que hoy nos unen más las preocupaciones sobre la violencia, el miedo, la injusticia, o una sentida ausencia de control de la vida propia, que la cohesión social proveniente del panteón de nuestros héroes populares. Aquella plataforma de héroes y de heroínas, símbolos e ideas alzadas a partir de nuestra Revolución Mexicana, es un eco que ya no encuentra cobijo en nuestros corazones.

El mundo ha cambiado, se ha complejizado, las fronteras se han movido, su pulso se ha vuelto excesivamente rápido, se ha vuelto virtual, instantáneo, violento, extraño, difícil de entender y con ello también nuestra identidad; añádanse los nuevos escenarios, las nuevas realidades, que ha empujado el nuevo virus.

En su conjunto, en los últimos veinte años, la globalización, el neoliberalismo y la galaxia Internet han debilitado a lo público, a lo nacional, a lo social por todos los puntos del planeta; estos fenómenos han erosionado a nuestro nacionalismo, conocido también como nacionalismo revolucionario. La globalización, el neoliberalismo y la galaxia Internet nos han diseñado una lealtad hacia lo individual y al ultra presente, que a otras fuentes de lealtad; fuentes sociales, nacionales, populares. Esta misma tríada, paradojalmente, ha abonado al resurgimiento del rostro oscuro del sentimiento nacional, el odio al otro, a los extranjeros, la intolerancia más feroz hacia los migrantes. Los mexicanos anti-centroamericanos; los estadounidenses anti-mexicanos; los argentinos anti-bolivianos, etcétera.

Finalmente, nuestro contexto más inmediato en México está siendo protagonizado por un político carismático, fuente inagotable de odios y de amores, ustedes ya saben quién…, quien desde el Palacio Nacional, epicentro político de México, todas las mañanas, ha venido empujando una pasión o una creencia de algo llamémosle: nacional-popular-local-regional. Una narrativa política compuesta por imágenes, representaciones, ideas, relatos, versiones, convicciones sobre lo público, lo social, lo nacional. Una época inusual, quizá han sido todas las épocas, que sentimos decisiva para robustecer o para abandonar una identidad que creíamos suspendida, old fashion, ajena al siglo que corre. ¿Qué hace a la mexicana, al mexicano, ser mexicanos? ¿Cómo escribir narrativas que sirvan a la gente y no al poder? Preguntas cíclicas sobre las que volveremos seguramente en septiembre.